Era la última superviviente del clásico Lo que el viento se llevó (1939), Olivia de Havilland partió del plano terrenal a los 104 años, por causas naturales, mientras dormía en su mansión, ubicada en París.
Se podría decir que la época clásica más gloriosa, en la que el sistema de estudio convirtió a los actores en productos manufacturados, se ha ido con ella. Aquella mercantilización provocó que las estrellas firmaran contratos draconianos durante siete años; fueron tratadas como esclavas, tenían que aceptar cualquier guión y siempre estaban vigiladas para que su conducta fuera moralmente aprobada.
Con información de El Mundo
Pero, Olivia marcó pauta cuando se hartó. Rechazó números proyectos con los que no se sentía a gusto; fue coherente consigo misma y dijo «basta». En los años cincuenta luchó contra los jefazos de la Warner y, tras muchas discusiones, logró la libertad. Aquel acto de valentía se bautizó legalmente como la ley De Havilland. Posteriormente, Celeste Holm hizo lo propio con la Fox.
Tuvo grandes trabajos fílmicos, entre los que destacan Las aventuras de Robín de los bosques (1938), Camino de Santa Fe (1940) o Canción de cuna para un cadáver (1964), y por sus interpretaciones en La vida íntima de Julia Norris (1946) y La heredera (1949) obtuvo sus dos Oscar.
En privado, siempre fue noticia por su legendaria pelea con su hermana Joan Fontaine, la inolvidable protagonista de Rebeca (1940), fallecida en 2013 a los 96 años. Olivia se casó en dos ocasiones, la primera con Marcus Goodrich (1946-1953), con quien tuvo un hijo, Benjamin -falleció en 1991- y después con el editor de la prestigiosa revista París Match, Pierre Galante (1995-1979), fruto de cuya unión nació su hija, la periodista Gisèle Galante. No tenía nietos.